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EL PUERTO TRUNCADO

 

Era mi casa antigua,
eran cinco conventos,
eran treinta bajeles
anclados en el puerto,
era un trajín sin tregua
-un constante hervidero-;
eran los mercaderes
que el solar convirtieron
en una lonja viva
de singular acento.
Era Atenas, Fenicia,
Siracusa, Palermo;
e eran obras de arte,
eran lienzos flamencos,
eran telas de Francia
con esclavos morenos;
era un foco de artistas,
era un castillo enhiesto
-con linajes y escudos-
como un vigía pétreo
que anclara a sus reales
muy cerca del océano;
era, en suma, un enclave
a los mares abiertos.
Vulcano, poderoso,
rebosante de celos,
vomitó sus escorias,
cubrió con manto negro
las laderas de vides
y se bañó en el puerto.
Cercenó la bahía
y, en su bajar intrépido,
fue cercando al castillo
con su lengua de fuego.
Las paredes retienen
en sus grietas, recuerdos
de los días felices,
y en los viejos conventos
-despoblados y tristes-
sólo quedan los ecos
de noches en vigilia
con latines y rezos.
Cómo me duele el alma
cuando a tu paz regreso,
cuando has trocado el ansia
por el hondo silencio.
A pesar de la niebla
que te cubre, yo tengo
para ti reservado
un trono aquí, en mi pecho.

 

A Carlos Acosta

Carlos Acosta

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