¿CURAR LA VEJEZ?


De vez en cuando aparece alguien con la promesa de detener el avance de lo que insiste en considerar una enfermedad: el envejecimiento.

 

Curar la vejez es pretender curar la vida. Pero, según J. Lacan, ¨ la vida no quiere curarse ¨. La vida va hacia la muerte y a lo sumo podemos aspirar a que llegue despacito e imperceptiblemente.

Este puede ser un buen plan de envejecimiento: el desgaste natural de la vida, la vida que se va agotando en el vivir. Plan de vida que desea culminar.

 

Si cada uno pudiera acompañar el programa biológico que marca la especie con un programa personal acerca de cómo aprovechar mejor el trozo de vida que le toca, seguramente el envejecer y la muerte no serían vividos como una ¨ bomba de tiempo ¨, sino como una construcción personal del propio destino.

 

Es paradójico, pero quienes menos soportan la idea del envejecer y la muerte son precisamente aquellos que, por una u otra razón, no están viviendo en el presente una vida plena. Sienten que la vida se les escapa de las manos. El afán de prolongarla interminablemente pone en evidencia que no han encontrado aún el sentido de su vida, que no valoran suficientemente su obra, que no alcanzan a vislumbrar su legado.

 

A la opción de “curar la vejez” propongo una alternativa: “cuidar la vida”.

Porque ¿cuál es el peor mal de la vejez, por no decir: el verdadero mal? Sentirse viejo.

 

Sabemos que no es necesario serlo para sentirlo. Sentirse viejo, a cualquier edad, es percibir que una ráfaga de muerte se cuela por algún resquicio que, descuidadamente, le abrimos. Este modo de vejez, como muerte anticipada, sí es un mal, pero no sólo curable, sino prevenible. Sólo se trata de tomarlo a tiempo.

 

Transcurriendo mis cincuenta años, paso horas escribiendo mis libros, que suelen ser sobre temas relacionados con la vejez. Del mismo modo, hace cuarenta años, pasaba horas leyendo mi libro de lectura de cuarto Siempre conservé el recuerdo de una lectura en particular de ese libro que me fascinaba y me conmovía tanto, que lo leía y releía sin cesar, hasta que terminé por aprenderlo de memoria.

Pero no recordaba de qué se trataba.

 

Hace dos o tres años, en una reunión de trabajo con profesionales gerontólogos, alguien aportó un poema relativo al envejecer. Cuando comenzó a leerlo, me di cuenta que esas palabras me eran muy familiares, tanto que las sentía como algo muy mío que se iba despertando en mi interior después de un largo sueño.

 

En un instante mágico descubrí que ese era precisamente el poema que, a los diez años, tanto me había fascinado. Helo aquí:

 

 “JUVENTUD”

 

La juventud no es una época de la vida, es un estado de ánimo...

Juventud significa el predominio del valor sobre la timidez en el carácter. Del apetito de la aventura, sobre el amor al ocio.

 

Esto a menudo existe más en un hombre de cincuenta años, que en uno de veinte.

Nadie envejece por haber vivido un número determinado de años.

Sólo se envejece cuando se abandonan los ideales.

Los años arrugan la piel, pero sólo el abandono del entusiasmo arruga el

alma...

 

Uno es tan joven como su fe,

tan viejo como su duda.

Tan joven como la confianza en sí mismo,

tan viejo como su temor.

Tan joven como su esperanza,

tan viejo como su desesperación.

 

En el sitio central del corazón, hay un árbol siempre floreciente, se llama

“amor”. Mientras tenga flores, el corazón es joven.

Si muere, se torna viejo...

Mientras se reciban mensajes de belleza, esperanza, alegría, grandeza, etc.,

cualquiera es joven.

 

Pero cuando el corazón se cubre con las nieves del egoísmo y el hielo del

pesimismo, entonces uno es viejo, aunque tenga veinte años.

 

En ese caso, Dios tenga piedad de esa alma.

 

Frank Crane